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  • Tras la trepa al poder de los castristas, el destino de los judíos cubanos pudiera caracterizarse con una frase breve: emigración en masa

Miércoles, julio 3, 2019 | René Gómez Manzano

LA HABANA, Cuba.- Los trabajos periodísticos de determinados colegas tienen la propiedad de infundirme el deseo de abordar el mismo tema. Uno de los que poseen esa virtud (supongo que mis detractores lo consideren un grave defecto) es el eminente compatriota Carlos Alberto Montaner. En este caso, su artículo que me ha servido de inspiración es el intitulado “Un perro rabioso siempre dispuesto a morder”.

En este ameno trabajo, el destacado escritor aborda el tema del antisemitismo. Esta circunstancia me ha animado a escribir sobre el mismo asunto, pero centrándome en el caso específico de Cuba.

Antes de que sobre el Archipiélago cayera la calamidad que el poeta clásico castellano llamaba “sorda inundación que se desata” (la de la Revolución), en nuestra Patria existía una creciente colonia judía. Sus integrantes provenían, en su mayoría, de la Europa Oriental, y en particular de Polonia. Gracias a su inteligencia y laboriosidad proverbiales, sus miembros adquirían una creciente prosperidad en el acogedor país. Contaban con asociaciones comunitarias, varias sinagogas y hasta su propio cementerio.

Debido a su origen geográfico preponderante, eran conocidos popularmente como “polacos”. Se trataba de una denominación cariñosa; para nada despectiva. Durante toda mi niñez y temprana juventud jamás percibí la menor manifestación de rechazo contra ese importante segmento de nuestra población, varios de cuyos integrantes fueron buenos compañeros míos de bachillerato.

En esa ausencia de hostilidad —creo— se refleja la tolerancia esencial del cubano. Se trata de una virtud que —salvo el veneno que el castrismo, en sus años de esplendor, intentó por todos los medios inocularles en lo tocante a la política— nuestros coterráneos siguen conservando en lo fundamental.

Esto se aplica, de modo especial, al tema religioso. Hay aquí un gran ajiaco de católicos, protestantes, santeros, espiritistas, paleros, agnósticos y un largo etcétera. Como impera el criterio de que se trata de un asunto de la exclusiva incumbencia de cada quien, en nuestro suelo nunca hubo cabida para especulaciones esotéricas sobre los supuestos “asesinos de Cristo”.

Nuestros coterráneos de origen hebreo sí conservaban sus tradiciones culturales, pero éstas se manifestaban sobre todo en la intimidad de los hogares. En su trato cotidiano, los nacidos en Cuba no se diferenciaban en absoluto de otros compatriotas. (No sucedía, por ejemplo, lo que sí pude apreciar en Moscú cuando estudié allá: que los judíos tienen un modo característico de pronunciar determinadas consonantes rusas, lo cual se ha transmitido a lo largo de los siglos, un rasgo que los distingue del resto de la población).

Con respecto a la ausencia de sentimientos antisemitas en Cuba, viene al caso recordar un comentario que me hizo un encumbrado compatriota nada sospechoso de anticastrismo. Corrían los tiempos en que el autor de estas líneas, con pasaporte diplomático, trabajaba en aquella inmensa fábrica de documentos y otros papeles que llevaba el nombre rimbombante de Consejo de Ayuda Mutua Económica (el felizmente extinguido CAME).

El mayimbe hizo referencia a un personaje que, como el primer Ministro del Comercio Interior, fue responsabilizado con la ingrata tarea de repartir la miseria. De él sólo recuerdo su apellido repetido: Berman Berman. Este hijo de las Doce Tribus perpetró innumerables abusos en el aparato burocrático a su cargo, y ello llevó a mi interlocutor a comentar de manera melancólica: “Hizo todo lo que pudo por instaurar el antisemitismo en Cuba”.

Tras la trepa al poder de los castristas, el destino de los judíos cubanos pudiera caracterizarse con una frase breve: emigración en masa. Quienes habían viajado a las Antillas para escapar de la barbarie nazi y de los prejuicios antihebreos tan enraizados en el Viejo Continente, tuvieron que volver a exiliarse de la tierra que los acogió de manera cordial, esta vez en unión de sus hijos nacidos en el Trópico.

Este éxodo privó a nuestra Patria del formidable capital humano representado por esos hombres y mujeres a los que ahora la Iglesia Católica, rectificando sabiamente, califica con una frase veraz y digna de aplauso: “Nuestros hermanos mayores en la fe”.

Sucedió con este grupo étnico —pues— lo mismo que, en un plano más general, ocurrió con todos los elementos más emprendedores, creativos y educados de la Nación. Estos últimos, tildados de modo arbitrario por los comunistas como “burgueses explotadores”, y espantados de las negras perspectivas que ofrecía el Nuevo Régimen, se fueron con sus conocimientos a otra parte. ¿Resultado? El lamentable empobrecimiento de nuestra Patria.

En cuanto a los judíos cubanos, su comunidad, mermada en gran medida, continúa vegetando al igual que la gran masa de sus compatriotas de otros orígenes étnicos. Subsiste su asociación, aunque languidece. Los practicantes ni siquiera han contado siempre con un rabino que les brinde ayuda espiritual. Como los restantes jóvenes cubanos, los menos viejos de ellos emigran a donde pueden; sobre todo a Estados Unidos e Israel (país este último que los reconoce como ciudadanos con plenos derechos).

Cuando les llega la última hora, sus deudos la pasan aún peor que el resto de los cubanos, pues tienen que viajar hasta la lejana Guanabacoa para enterrar a los muertos en el Cementerio Judío. Dicen que ahora, con motivo del medio milenio de La Habana, el doctor Eusebio Leal mandó que lo repararan.

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