El peruano que demandó por los efectos del cambio climático en su comunidad

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En las montañas, muy por encima de la ciudad de ladrillos rojos y detrás de un portón cerrado, hay un gran valle verde. Las cascadas bañan sus muros de piedra y las flores adornan el suelo; vacas y caballos pastan. A diez kilómetros del portón, el valle termina de manera abrupta frente a una enorme pared de roca y hielo. Ahí hay un espejo de agua tranquila, turquesa y de tonalidad lechosa: es la laguna Palcacocha. Aunque muy pocos de sus residentes la han visto, la ciudad le teme.

El 13 de diciembre de 1941 un fragmento de hielo se desprendió de un glaciar y cayó en Palcacocha, lo que creó una ola inmensa cuya agua rebasó un dique natural e inundó Huaraz, capital provincial en los Andes peruanos que está a unos 22 kilómetros. Una tercera parte de la ciudad quedó destruida y murieron al menos 1800 personas. El gobierno reforzó la presa natural e instaló tubería de drenaje en el nivel bajo de la laguna. En ese tiempo, la población de Huaraz creció de 20.000 a 130.000 habitantes. Había sustos ocasionales —en 2003, una roca se deslizó a la laguna y un poco de agua sobrepasó el borde– pero para muchas personas en Huaraz el peligro empezó a parecer algo lejano. Eso pensaban hasta que quedó claro que la laguna estaba creciendo.

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Saúl Luciano Lliuya, quien demandó a la empresa alemana RWE, en las montañas alrededor de Huaraz, Perú CreditFelipe Fittipaldi para The New York Times

En 2009 los glaciólogos encontraron que, como parte del deshielo generalizado de los Andes, en apenas un par de décadas la cantidad de agua en Palcacocha había aumentado en 3400 por ciento. Lo más preocupante era que el deshielo asociado con el cambio climático estaba desestabilizando los glaciares ubicados cuesta arriba del cuerpo de agua, lo que aumentaba la probabilidad de avalanchas. El gobierno regional declaró un estado de emergencia y empezó a apostar guardianes para que vigilaran la laguna día y noche.

Los tres guardianes de la laguna viven encima de Palcacocha, en una casita de piedra con techo de latón. La construyeron a mano con rocas de las inmediaciones y al estar situada a 4566 metros sobre el nivel del mar el aire es ligero y el frío suele ser brutal hasta en verano. No hay calor más allá del fogón de la cocina y muy pocos implementos: impermeables, frazadas tibias, linternas para el trabajo nocturno y zapatos de nieve para el invierno.

Los guardianes revisan una gran regla que atraviesa la superficie de la laguna para reportar el estatus de los niveles de agua cada dos horas, de día y de noche. En un frío día de verano, en febrero, vi a Víctor Morales, uno de los guardianes, y lo seguí hasta la casa. Se escuchaba el rugido del hielo que caía desde las paredes alrededor de la laguna. Al ver mi sobresalto cuando otra cascada distante de blanco cayó al vacío, Morales se rio y dijo: “¡Chica! Nomás una avalancha chica”. Agregó que la anotaría en su siguiente reporte como “mínima”, mucho menor que el desprendimiento que dos semanas antes levantó olas de tres metros y medio en la plácida laguna. Morales describió ese desprendimiento como “regularcito”.

Si hubiera una avalancha más significativa, algo que los investigadores calificarían como un riesgo considerable, la inundación resultante bajaría por el valle, arrasando las casas y las granjas hasta llegar a Huaraz. Según las mejores estimaciones disponibles, aun sin un colapso del dique morrénico (una pared de roca que funciona como represa natural de la laguna), lo cual se considera muy poco probable, una gran avalancha inundaría 154 manzanas de la ciudad y causaría más de 6000 muertes. El gobierno regional ha contemplado varias soluciones: disminuir el nivel de la laguna por entre 18 y 30 metros más; crear un sistema de alerta temprana más avanzado con sensores y sirenas; tapizar la ciudad con mapas de evacuación. “Queremos que haya un mapa en los cuadernos de todos los escolares”, dijo César Portocarrero Rodríguez, ingeniero y glaciólogo de Huaraz.

Uno de los primeros vecindarios que se inundarían es Nueva Florida, repleto de casas de adobe y ladrillo que lindan con el arroyo del cañón. Ahí vive Saúl Luciano Lliuya, un campesino de 39 años y voz suave que tiene dos hijos y trabaja como guía de montaña en la temporada turística.

Lliuya vive frente a la casa de los padres de Morales, el vigilante, y sus familias se conocen desde hace años. Muchas personas en Huaraz, me dijo Lliuya, no aprecian realmente los sacrificios que los guardianes hacen en su trabajo, en parte porque no tienen conciencia real de los peligros de la desglaciación. Durante años, con cada escalada, Lliuya ha visto que las lagunas crecen, las avalanchas se incrementan y el hielo retrocede. Ha visto a los campesinos empezar a discutir a causa de la escasez de agua limpia. Le queda claro que la pérdida de hielo significa un futuro más incierto de muchas maneras. “En todo sentido, yo dependo de la montaña”, me dijo. “Lo es todo”.

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Víctor Morales es vigilante del Palcacocha. Él y otros guardianes reportan cada dos horas los niveles del agua.CreditFelipe Fittipaldi para The New York Times

Hace cinco años, Lliuya estaba conversando con un amigo sobre los muchos cambios y costos del cambio climático en los Andes, cuyos residentes, en comparación con el estándar global, han contribuido muy poco al problema. “Nos preguntamos si podíamos encontrar a los responsables”, dijo, y de algún modo persuadirlos para que cambien su comportamiento. Quería, fervientemente, encontrar un modo de detener que el hielo siguiera derritiéndose.

Los amigos de Lliuya le presentaron a un contacto de una organización no gubernamental llamada Germanwatch, ubicada en Bonn, que trabaja para promover la igualdad entre los países más y menos desarrollados. Con apoyo del grupo, Lliuya, quien jamás había salido de su país, viajó 10.500 kilómetros en 2015 para presentar una demanda contra RWE, la empresa de energía más grande de Alemania. La demanda argumentaba que la compañía, aunque no opera en Perú, había contribuido al 0,5 por ciento de las emisiones que causan el cambio climático global y que por eso debería hacerse responsable por la mitad del 1 por ciento del costo para contener aquella laguna cuyo desborde podría destruir la casa de Lliuya. Su reclamo ingresó a las cortes en la forma de una demanda por $19.000 dólares.

“No había grandes esperanzas”, dijo Lliuya. Ni de que una demanda tendría un efecto real sobre el rápido derretimiento de los glaciales ni de que prosperaría el caso para demostrar que el infortunio de Huaraz era culpa de una compañía del otro lado del océano. Pero no sabía qué más hacer y sintió que debía hacer algo.

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Lliuya con su hija, Gleysi CreditFelipe Fittipaldi para The New York Times

Hace mucho que los sistemas legales batallan para encontrar el mejor modo de responder al daño que los individuos sufren a manos de otros. ¿Quién califica como víctima y qué cuenta como fechoría? ¿Cómo puede rastrearse y medirse el daño? Si el daño no puede deshacerse, ¿cómo puede resarcirse? Hace casi cuatro mil años, el Código de Hammurabi decretaba restituciones para decenas de situaciones. Si, por ejemplo, alguien no le daba mantenimiento a su represa y esta fallaba e inundaba los campos del vecino, el dueño negligente de la presa debía “reintegrar al vecino” un monto de dinero y remplazar el maíz arruinado.

En la era moderna, los países con derecho consuetudinario, como Estados Unidos, han recurrido a los tribunales para desentrañar las complejidades de los daños, las posibles causas y las compensaciones. A diferencia del derecho positivo, el derecho consuetudinario aplica en situaciones para las que no existen guías legislativas y las cortes responden a los casos conforme suceden, apoyándose y contribuyendo a siglos de decisiones e interpretaciones de la idea básica legal de que los individuos tienen derechos inquebrantables.

Para demandar, los querellantes en casos de daños deben demostrar que tienen suficiente conexión con un daño específico; que los acusados tenían una obligación de cuidado y la rompieron; que el daño había sido particular al querellante y que la acción del acusado fue causa directa de dicho daño, así como que ellos, los querellantes, sufrieron un daño o agravio real incluyendo, tal vez, uno a futuro.

Las cortes estatales estadounidenses, en particular, tienen un historial de ofrecer soluciones a reclamos complejos y cambiantes. Los pacientes de mesotelioma –un tipo de tumor canceroso– y sus familias buscan con frecuencia un desagravio monetario aunque no se pueda determinar con precisión qué producto fue la fuente de la exposición prolongada al asbesto que contribuyó al cáncer. Las empresas petroleras han pagado cientos de millones de dólares desde inicios de la década de 2000 a gobiernos estatales y locales en Estados Unidos por haber usado un aditivo que fue empleado para cumplir con las regulaciones ambientales pero que contaminaba las aguas subterráneas (un hecho que las empresas no divulgaron).

A partir de los años noventa, las cortes empezaron a encontrar responsables a las empresas tabacaleras por los efectos a la salud del consumo de cigarrillos, aunque los fumadores usaban sus productos voluntariamente y aunque las primeras 800 demandas contra las empresas fracasaron. En años recientes, más de mil demandas han buscado que las empresas farmacéuticas paguen los costos de la crisis de la adicción a los opioides, entre los que se incluyen las visitas hospitalarias al igual que los sistemas de acogida de menores y las morgues colapsadas por las muertes ocasionadas por esas drogas.

Ahora una nueva ola de demandas intenta que las compañías de combustibles fósiles paguen por los costos del cambio climático. Desde 2017, ocho ciudades de Estados Unidos —entre ellas Nueva York y San Francisco—, seis condados, un estado y la asociación de pescadores más grande de la Costa Oeste, han demandado a un grupo de corporaciones –Exxon Mobil, Royal Dutch Shell, BP, Chevron, Peabody Energy, entre otras– por vender productos que causaron daño al mundo y por engañar al público sobre el daño que sabían que esos productos provocarían. Las demandas exigen compensación por distintos gastos: en California por los muros marinos e infraestructura para lidiar con las mareas crecientes; en Colorado por los costos de combatir los incendios forestales, las inundaciones, las plagas de escarabajos de pinos, pérdidas agrícolas y olas de calor.

Ann Carlson, codirectora del Instituto Emmet sobre el Cambio Climático y el Medioambiente, parte de la facultad de Derecho de la Universidad de California campus Los Ángeles (UCLA), comentó que las demandas que vinculan a las empresas de combustibles fósiles a los impactos climáticos de sus productos podrían sentar precedentes legales. “Si uno de estos casos prospera, incluso si todos los demás son desestimados, eso ya es algo importante. Por eso las empresas van a pelear con uñas y dientes”, dijo Carlson.

Pero mientras la demanda de Lliuya fue aceptada por un una corte de apelaciones regionales en Alemania a fines de 2017 y está en la fase de averiguaciones e instrucción —cuando cada parte se prepara para la presentación de todas las pruebas en un tribunal—, ninguna de las demandas recientes en Estados Unidos ha pasado de la consideración preliminar y mucho menos ha llegado a juicio.

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